La existencia en las sociedades altamente tecnológicas nos llevan a lugares mentales, emocionales o físicos que, en la mayoría ocasiones, no sabemos qué son ni siquiera dónde están ubicados. Como en una suerte de Limbo, nos movemos por las calles, las estaciones de transportes públicos, por los centros comerciales, incluso, por nuestra mente y, cada vez más, sentimos una suerte de extrañamiento con el mundo. El paso de la solidada mecánica a la orgánica, según Émile Durkheim, hizo que nuestras sociedades se volvieran más específicas en cuanto al trabajo y el conocimiento (división del trabajo), más individuales y con seres humanos más heterogéneos. En cambio, las sociedades anteriores a la industralización eran poco específicas en cuanto al trabajo, menos individuales y con seres humanos homogéneos, como nos explica el sociólogo francés en la División del trabajo social (Akal, 1987) Creyentes del mito del progreso, los seres humanos hemos avanzado con la idea de que nuestras sociedades son mejores que las anteriores. Poseer más individualidad, tecnología y virtualidad han sido las progresos de las sociedades altamente tecnológicas. Dichos progresos, han gestado la sociedad liminal, grupo humano que no se encuentra en ningún lugar sea este mental o físico. Fue Arnold Van Gennep, folclorista y etnólogo, quien acuñó dicho término. La liminalidad puede verse en la enfermedad, en la adolescencia o la locura transitoria o, incluso, en los viajes. Dichos ritos de paso, que también fueron estudiados por el antropólogo Victor Turner, nos muestran una sociedad que no se encuentra en ninguna parte y que, por tanto, no puede acceder a la comunidad propiamente dicha. La virtualidad de nuestras existencias, dentro de la individualidad que hemos creado, hace que perdamos el contacto con el mundo y no pertenecemos a lugar alguno.
Por otro lado, el antropólogo francés Marc Augé, siguiendo la estela de dicho conceptos, nos habla de los no-lugares. Lugares de paso como los halls de las estaciones de transportes públicos, los cajeros automáticos o la calles de las ciudades, en los que el uso común de ellos deriva, en contraposición a los lugares, en la pérdida de la identidad. Cuando estamos dentro de nuestro vehículo y nos desplazamos de un lugar o otro, estamos en un no-lugar, cuando caminamos por los pasillos del metro, estamos en un no-lugar y cuando nos entretenemos con videojuegos o entramos en las Redes Sociales, estamos también en un no-lugar. Lugares, aunque resulte paradójico un no-lugar es un lugar, donde se transita por una suerte de impersonalidad donde las relaciones sociales se debilitan. Nuestro hogar, nuestros amigos, nuestros familiares son lugares porque en ellos se crea identidad, vínculos sólidos, donde sentimos nuestro yo. Sin embargo, las sociedades tecnológicas tienden a crear comunidades anónimas de jugadores, Redes Sociales donde casi todos nos son desconocidos, hipermercados donde nuestros únicos vínculos son los productos que adquirimos, etc. Así pues, la relaciones se vuelven etéreas, aunque creamos que nos encontramos dentro de la sociedad. Una suerte de mundo paralelo por el que caminamos entre sombras como el mito del filósofo griego nos muestra desde hace siglos.
La división del trabajo es el principio de la barbarie, decía Friedrich Nietzsche, en referencia a la pérdida de la humanidad con la especificidad de los trabajadores. Robotizados en nuestras cadenas de montaje, ya sean estas en fábricas o en una oficina, nos alejamos del contacto con la realización del objeto, al contrario que los artesanos. Cada vez más especializados, puede entenderse como cada vez desconozco más lo que hace quien tengo al lado, cada vez la mirada más fija en mi parte de la cadena y, por extensión, en mí. Esta es la barbarie de la que habla el filósofo alemán. Una sociedad que pierde el alma, el contacto, con lo que construye y, donde, la prisa y la eficiencia son los paradigmas. No existe, digamos, una relación erótica con lo que construimos, sino una relación pornográfica, específica y explícita hacia el objeto. Inscritos en esa barbarie, los seres humanos nos alejamos del centro de la sociedad, de la comunidad y exigimos que se satisfagan necesidades específicas. No es de extrañar que existan tipos de relaciones cada vez más etéreas y con aroma a consumismo, en lugar de vínculos sólidos entre los integrantes de la sociedad.
Cada uno en su limes rehuimos el contacto con los otros, y nos convertimos en no-lugares. Nuestra identidad se ve afectada y se diluye en un maremagnum de emociones contradictorias. La sociedad liminal nos empequeñece el alma y nos aísla del resto, donde el yo se torna objeto de culto. Vueltos masa, pero una masa que creé ser especial e individual, todos concebimos el mundo como una sola mente, una mente alejada del centro de la comunidad y donde si no se comparten los valores del grupo, se nos aparta de la vida. Un ejemplo de ello, es el aumento de enfermedades mentales derivadas del extrañamiento con la sociedad. Dicho tipo de enfermedades, como escribe Erving Goffman en Estigma (Amorrortu, 2009), son marcas que colocamos sobre las personas disidentes con la visión general y, cada vez más, utilizamos esas marcas para los comportamientos que la sociedad no tolera, en lugar de preguntarnos por qué sucede eso, lo estigmatizamos y lo aislamos del conjunto para que el status quo no se vea afectado por esos individuos extraños, raros o locos que no quieren adaptarse a lo que se dice desde el poder. Con dicho mensaje por parte de las autoridades, cada uno de nosotros es susceptible de ser visto como un enfermo mental, y pocos se preguntan hasta qué punto es la sociedad quien construye este tipo de enfermedades.
De ese modo, la sociedad liminal nos enferma situándonoslo en lugares periféricos, en no-lugares, donde perdemos paulatinamente nuestra identidad. Extrañados con el mundo, caminamos por las aceras de nuestras ciudades, con órdenes contradictorias y directrices que nada tienen de racionales. Quizá deberíamos hablar de un nuevo tipo de solidaridad, entendida desde la sociología, ya no orgánica, sino etérea donde los seres humanos están cada vez más aislados entre ellos y donde la individualidad a dado paso a una suerte de solipsismo en el que solo vemos nuestros intereses, eso si esos intereses son nuestros realmente. Quizá por ello, porque permanecemos en una suerte de rito de paso eterno, los seres humanos de la sociedad liminal no encuentran su lugar en el mundo. No se nos da paso a otro estado, sino que se nos mantiene en estado infantiles o adolescente o de enfermedad mental, donde el capital saca sus último réditos económicos. No es de extrañar que cada una de las etapas de la vida se haya vuelto un nicho de mercado, sino pensemos un momento en los adjetivos de la moda: infantil, juvenil, etc. y los diversos subgéneros según se quiera aparentar ser de un lado u otro. También la excesiva obsesión por permanecer jóvenes, tanto que se les ha quitado la juventud a quienes deben estar en ella, es un síntoma de no estar en ningún lugar.
Divide et impera, escribía Maquiavelo, y eso es lo que ha conseguido el poder con la sociedad liminal. Todos divididos, todos combatiendo entre todos. De ese modo, quienes gobiernan se siente felices por ver cómo los gobernados no miran hacia arriba sino hacia su vecino, como en una suerte de régimen totalitario, donde el chivato es premiado. No es necesario que el poder nos vigile, él se sienta a observar la obra, mientras la ciudad arde, ya no como en época de Nerón, a manos de los poderosos, sino por parte de los subyugados, rompiendo el principio de cualquier solidaridad entre iguales. Ese es el mérito de la sociedad liminal: no estar en ningún lugar, y bien agarrada en nuestras conciencias y desconociendo aquello que Étienne de la Boétie escribió en su Discurso de la servidumbre voluntaria (Tecnos), que si todos le damos la espalda al poder, este no tendrá ningún efecto sobre nosotros. Quizá la desobediencia, que no la violencia, sea una de las pocas actitudes que pueda alejarnos de la sociedad liminal. Mientras tanto, seguimos acusando al vecino de los males que nos aquejan y alejándonos cada vez de aquello que genera vínculos entre los seres, ahora sí, cada vez más liminales.