ESCRIBE, SOLO ESO, ESCRIBE

Si tuviera que dar algún consejo a escritores, este sería: nunca os rodeéis de escritores, nunca os introduzcáis en mundo o grupo literario alguno, nunca frecuentéis lugares donde haya escritores ni acudáis a cursos o talleres literarios, ni tengáis amigos escritores; es decir, leed, pensad lo que leéis y mantener vuestra independencia artística lo más intacta posible porque, aunque parezca lo contrario, no hay nada más tedioso, improductivo y contraproducente para un escritor que rodearse de escritores o, en su defecto, personas que dicen serlo. No os dejéis arrastrar por las dinámicas culturales o sociales, y seguid vuestro camino sin mirar más que la literatura. Nada de recitales o espectáculos donde se brinda con vino o cerveza —eso dependerá de la clase social a la que se quiera aparentar—, nada de festivales o ferias, nada que no sea escribir y, sobre todo, libertad. Nadie os dará un consejo, nadie os leerá aunque le pidáis vuestra opinión, nadie comprará, que sean amigos escritores, vuestros libros, así pues, buscad fuera de los mal llamado ambientes literarios ya sean estos de base o elitistas u oficiales. Tan solo los vanidosos buscan el aplauso y la adulación, la palmadita hipócrita en la espalda y, entre lo aduladores, se esconden los más grandes asesinos y envenenadores. 

Huir de esos lugares, de esas personas, de esas dinámicas y protocolos de falsedad y sonrisa forzada, de colegueo impostado donde todos se saludan entre ellos llamándose escritor, poeta o artistas; en definitiva, huir de la farándula y el espectáculo superficial —aunque algunos crean que son profundos, intelectuales y sabios— garantiza la supervivencia de la literatura y de los escritores que, con honradez y firmeza, escriben porque tienen intención de literatura y no anhelan ser estrellas, iconos o referencias de nadie. Como digo, huir de esos lugares de aire viciado, ha hecho que ame la literatura por encima de todo.

Hubo un tiempo que, por frecuentar demasiados engendros que se autoproclamaban escritores y no dejaban de hablar de sus obras y milagros, detesté profundamente la literatura, en general, y, en particular, la poesía. Malas influencias que desesperan a las almas nobles, y los desquician hasta que los llevan a su terreno, convirtiéndolos en medianías y mediocres humanos como lo son ellos. Por eso, corred, corred como si os apretará el alma el diablo; huid de toda persona que se autodenomina escritor o poeta o artista; huid de aquellos que tiene el alma hueca y que hablan todo el tiempo de sus creaciones o de las de otros y que, en el fondo, practican el deporte más extendido por estas latitudes: criticar con maldad, resentimiento y envidia. 

Salir de personas y lugares que se llamaban cuna de la cultura o vanguardia de la poesía, que, tan fagocitados como están por el personaje creado no se dan cuenta de lo ridículos que resultan, ha hecho que vuelva a escribir con la ilusión del novato, pero con el conocimiento de quien lleva unas décadas escribiendo. Dejar atrás esos lastres humanos, lagrimas de cocodrilo, exaltados de salón o deprimidos de manual, ha transformado —quizá sea mejor decir recuperado— la visión que siempre tuve, y no debí abandonar, de la literatura y ahora, aunque en ocasiones me sienta un tanto solo o desorientado, esté convencido de que el camino que piso es firme y me lleva a algún lugar. Ahora me siento delante de la página y noto que la escritura es sincera, que no está secuestrada por secta alguna ni por vanidad u orgullo desmedido alguno, que la literatura puede ser algo más que parecer o contar traumas de estómago bien alimentado, que este es un oficio serio y respetable y no una postura más de consumidor aburrido y ávido de nuevas experiencias—los consumidores aburridos son quienes desvirtúan la causas nobles. La literatura no es un capricho ni una moda, no es un aire que te da o una época, la literatura o es tu vida o no es nada, o estás dispuesto a darlo todo y a sacrificarlo todo o no te metas en esta aventura porque lo único que se obtendrá es frustración o aplausos de cartón piedra. 

Como en casi todos los ámbitos de la existencia, en la escritura uno debe buscar su propio camino, su propia voz e investigar en los escritores que nos han precedido o en aquellos contemporáneos que aún conservan la dignidad de la literatura. Ahora, en un día de agosto en el que parece que no sucede nada, sé que pasar por aquellos lugares y conocer a personas de ese tipo me ha servido para saber qué no quiero y recuperar el alma que casi dejo que me arrebaten. Por eso, aunque no creo en dar consejos porque nunca tuve alma de mesías, soy consciente de que lo único que puedo decir a un escritor es: escribe, solo eso, escribe. 

EL DOLOR DE LOS NECIOS

Si existe un tema apasionante es el de la necedad humana. No ha habido otra época en la que los necios se sientan tan orgullosos de serlo y se potencie la tontuna humana como un bien a conservar —no nos engañemos en las escuelas se fabrican necios y, sobre todo, necios útiles. Hordas de necios que no saben ni leer ni escribir —por mucho que muevan sus pulgares sobre superficies pulidas y sin emoción— se deslizan por la calle orgullosos de su falta de entendimiento. Seres prácticos y actuales, se llaman algunos, otros se hacen llamar seres conscientes que han despertado no se sabe de qué letargo, pero siguen viendo las mismas sombras en su caverna, ahora portátil e inteligente. Necios, necios y más necios gritan y vociferan y se reproducen a velocidad de vértigo, y tienen pequeños necios que ya no son ni esperanza para la humanidad, sino reproducción de la necedad de sus progenitores. Niños que lloran tiránicos, que insultan a sus padres, que caprichosos patalean en la acera si no se les da aquello que creen merecer aunque no hayan demostrado más que pueden mantenerse aislados de sus familias durante horas y horas bajando el pozo de lo online. Idiotas con los que no se puede mantener una conversación porque están programados para tener la razón y para monologar, porque no conocen el beneficio de que otro demuestre que estábamos equivocados, en parte o en la totalidad, en nuestros argumentos o creencias. Mundo estandarizado que promociona la igualdad —no de derechos u obligaciones— y denosta la libertad, aunque crean, los necios se lo creen todo, que los uniformes que la sociedad de consumo les proporciona y renueva cada temporada han sido elegidos y no impuestos por la moda. Ignorantes satisfechos de comprar y ser comprados, de reducir sus relaciones personales a las normas del mercado. Transacciones emocionales, productos humanos, que no pueden dejar de hacer —ruido, actividades o mover las cuerdas vocales— por miedo de que la voz del “hombre que siempre va con ellos”, como decía el poeta, hable y diga algo que pueda derrumbar el castillo de naipes endeble que es su existencia comercial. 

Necios cada vez más necios, necios subvencionados y protegidos por la necedad de los gobernantes y administradores del cotarro. ¿Acaso alguien duda que quienes gobiernas no son un reflejo de quienes son gobernados? Mequetrefes e ignorantes que se creen artistas, y se lanzan a destruir el arte —ahora les ha dado por la poesía y la literatura—, y se creen sus propias mentiras y las mentiras que encuentran en otros idiotas en las redes sociales, y así, como una rueda infinita, se degrada la sensibilidad humana. Personas que no saben, pero tocan lo que no saben, perque tienen palmeros que les ríen las gracias —lo peor que se puede hacer con un tonto es darle la razón o animarlo a empresas que le quedan grandes porque pensará que tiene talento, cuando no es más que un fraude. Y con los necios nace la vulgaridad y lo soez es su bandera. Lo soez, lo chabacano, vende y es rentable para personas sin escrúpulos para lo que todo vale. La nobleza ha muerto, hay que tenerlo presente para no desanimarse demasiado. Suerte, al menos en mi caso, que tenemos libros de personas que ya no están entre nosotros —algunos a muy buen precio en mercados de segunda mano porque a los necios les molesta la cultura— que pueden confortarnos el alma y hace que esta época de necios que no terminará se nos haga menos grave. Porque, aunque pueda parecer mentira por la cantidad de basura intrascendente que se publica, hubo un tiempo en el que la bajeza de los necios no estaba bien vista. 

La pena de la necedad, la que produce en el alma noble, parece inconsolable si uno no se exilia, lejos, muy lejos. ¿Dónde huir? Eso se pregunta el alma noble porque debe ir a trabajar y comprar o, a lo mejor, quiere pasear por la calle rodeado de necios, de insustanciales seres que le causaran dolor. Quizá lo mejor sea no combatir contra ellos, no decir nada a estos seres y dejarlos que pasen por la vida y, como todos, un día dejen de existir, aunque se ha dicho que ya han preparado a las nuevas generaciones para que sigan sus pasos. El sufrimiento que producen estos seres normalizados es terrible, y resulta normal, en ocasiones, querer golpearles cuando te arrollan en los medios de transporte o cuando pasan como hordas bárbaras junto a uno por la calle o, incluso, cuando se los oye hablar sobre lo que no conocen o reír bobaliconamente de cualquier vulgaridad o broma de mal gusto en la que siempre son protagonistas personas de otras culturas, animales o seres indefensos. No, realmente, no hacen ninguna gracia los necios, aunque, eso debe tenerse en cuenta, todos tengamos algo de necedad en nuestro interior —la cosa es detectarla y hacer que se manifieste lo menos posible. 

Cuando siento una turbulencia en el equilibrio,

vuelvo al corte abrupto de la escritura,

con intención de silencio entre las ramas y los pájaros.

Cortar el ruido que se hunde en mi piel.

Respirar a través de la brecha. Coger aire para mis desvaríos

—sueños caminando hacia lugares desinfectados de significados.

Nadie ama los significados, estos conllevan vibración,

Y la vibración es vida, y la vida está prohibida

—sino es en su versión no participativa.

Abandonaron la humanidad los compañeros de ferrocarril,

Y nadie los espera para el banquete.

Los seres humanos cortamos las cuerdas del pentagrama,

y ahora nuestras pisadas no se imprimen en la existencia.

Así pasamos las horas, los días,

deshilando el tapiz a la espera del veneno de lo etereo.

Y esa turbulencia en el equilibrio

se vuelve necesaria mientras los destellos del sol

sobre los coches que doblan la esquina de mi calle

me despiertan de la ilusión inoculada por el progreso.

Salgo por el corte abrupto. No debo volver.

Este grito no seca las letras ni la sangre de mi libreta.

LOS NECIOS

Escucho los balbuceos que provienen de la calle -a eso no se le puede llamar palabras ni siquiera habla- y soy consciente de que los seres humanos son necios, que no han más que necios, incluso aquellos que dicen «hacer cosas» intelectuales son necios. Aceptan su no-vida -incluso la potencian y se enorgullecen- y pululan por la existencia porque alguien los hizo nacer.

Hubo un tiempo en el que me entristecía o me enfadaba esta actitud -sobre todo recuerdo la pena cuando entraba en el metro de una ciudad desagradable y antipática como Barcelona-, sin embargo, ahora no siento nada de eso. Estos necios que parecen y tienen pero no son, solo me parecen interesante como escritor. No para llegar a conclusión alguna, sino como tema o motivo. Cada uno tiene un tema en su escritura, el mío es la necedad humana que cada día se acrecienta más hasta llegar a límites insospechados.

En la calle, en el transporte público, en los bares o restaurantes, en las librerías, las salas de conciertos, en los recitales, en la literatura (aquellos que en su delirio se creen artistas), en las redes sociales, en la política o en la empresa privada, hay necios y estos son legión. En el fondo, son una suerte para un escritor. Una suerte inmensa. Los necios seguirán con sus balbuceos y su alelamiento pensando que son como se deber ser, y por mi parte tendré suficiente material para escribir hasta el último día de mi vida. Parece un trato justo. Y no, no hay solución, solo alejarse y seguir escribiendo porque, eso sí lo tengo comprobado, sobre todo por la cantidad de necios que me han hecho perder el tiempo, que son contagiosos y tienden, si la palabra existe, a aneciar, a quienes quieren algo más que deslizar pulgares por pantallas, comprar cosas o envidiar.

Pero eso lo dejaré para las novelas. Por ahora disfrutaré de los libros que ayer adquirí en un mercado de intercambio, y del relativo silencio. Y los necios que sigan con sus necedades y creyéndose las mentiras que les cuentan, ¡incluso se creen libres! Si quieren salir de la caverna ya saldrán, sé muy bien qué le sucedió al último que intentó mostrarles las sombras que observan cada día y confunden con la realidad. Y si algo aprecio es la vida. Quizá por eso, ya no me preocupan los necios.

¡QUÉ BONITO…!

Qué bonito sería poder leer un libro con tranquilidad en un ferrocarril, 

en un tren, un autobús sin tener que soportar las conversaciones intrascendentes, 

y a gritos, de los demás, sin tener que escuchar música que uno no ha pedido 

o compartir el espacio con cachivaches que no dejan de hacer ruido 

y atontar a quienes les pertenecen. 

Qué bonito sería poder hacer algo tan subversivo como leer un libro 

sin tener que soportar codazos, seres invasivos, 

seres que no ven a nadie porque solo existen ellos, 

porque viven en una burbuja de imágenes, sonidos e imperativos de hacer, 

porque no saben estar quietos, porque confunden el silencio con la muerte. 

Qué bonito sería no tener que cerrar las ventanas para no escuchar 

a los descerebrados o desquiciados o dementes que pasan bajo la ventana de uno, 

para no tener que escuchar coches que no saben a dónde se dirigen, 

o vecinos que no se soportan y gritan y tienen niños o televisores que gritan, 

porque no saben más que del ruido y de la hipérbole, 

porque viven en un drama que nadie les compra. 

Qué bonito sería poder caminar por la calle sin que tener que driblar tullidos, alelados o enfermos 

que no miran hacia delante, 

sin tener que esquivar patinetes o bicicletas, sin tener que asfixiarse de tanta caterva bovina. 

Qué bonito sería sentarse en un parque y escuchar los pájaros, el aire entre las ramas de los árboles 

o descubrir si aún quedan ardillas, 

y no tener que soportar altavoces, balbuceos que llaman idioma, jubilados cotillas o adolescentes que no están en la vida, 

y poder mirar al cielo y descubrir que el azul aún sigue sobre nosotros, que esos edificios no son de verdad, 

sino el decorado de una representación absurda que la muchedumbre se ha creído, 

porque la tiranía de los más, de los normales, 

de los justos ciudadanos que se llaman a sí mismos cívicos, 

es una pamplina, un timo, hipocresía para principiantes. 

Qué bonito sería que de golpe y porrazo se cayeran todas las comunicaciones móviles, inmóviles o inalámbricas, 

y que la muchedumbre entrara en pánico, que no supieran que hacer con la voz que brotaría de su cabeza 

y que les diría: ahora vas a escucharme porque no hay pastillas, ni móviles, ni ruido que pueda callarme. 

Qué bonito sería que los normales se dieran cuenta de que tiene manos, piernas, cuerpo y alma, 

que no se puede huir de la muerte por mucho que la pinten con colores, o inventen sabores sintéticos o excusas cibernéticas para creerse inmortales. 

Qué bonito sería que de un golpe de conciencia cayeran en la cuenta de que no hay más cuentas, 

de que solo son cuentos, como decía el poeta, 

que solo son muchedumbre impostora, tiránica, invasora de la vida. 

Qué bonito sería, digo, leer un libro en un ferrocarril y que todos estuvieran callados. 

PENSAMIENTOS FUGACES DE UN EXILIADO INTERIOR

Resulta difícil para el alma sensible vivir en este pueblo repleto de bestias. Es una fealdad agresiva la de este lugar donde cuesta no estremecerse de pavor al cruzarse con sus habitantes. Un alma sensible solo puede sentirse como una suerte de exiliada aquí. Con nadie pude sentirse identificado y lógico resulta que se prefiera la soledad a las malas compañías. En mi caso, como he dicho en algunas ocasiones, es una suerte la existencia de los libros o la escritura o la música o las conversaciones con mi compañera. Son regalos, entre este mundo desquiciado, que aprecio y cuido, y que protegen la poca cordura que me queda porque aquí uno puede enloquecer si escucha o hace excesivo caso a los engendros —consecuencia del capitalismo, la desmemoria o la avaricia— que arrastran su mísera existencia por las dejadas y sucias calles de este pueblo. 

Uno puede sentirse derrotado o engañado por la vida si no se mantiene ajeno y alejado, si no aprende a protegerse de la maldad y mezquindad congénita de los alelados habitantes disfrazados de miserables y que humillan a su prole con orejas de animales o con vestidos estridentes o ataviados con artilugios que sirven para tenerlos entretenidos y que no molesten mientras, entre sus amigotes, despellejan a algún incauto o se creen politólogos o miran y manosean sus tecnologías esclavizados mientras ríen a mandíbula batiente de algún chiste o broma de mal gusto. 

Por mi parte, prefiero refugiar mi mirada entre las ramas de los árboles por si aún queda algún pájaro o en las páginas que leo o escribo; prefiero el exilio interior, aunque no crea todas las mentiras que me cuento, antes que observar o escuchar durante mucho tiempo a los muertos del pueblo. ¡Son una suerte los libros!, me digo mientras pasan delante de la terraza donde escribo como la procesión de derrotados por la costumbre de preferir la ignorancia que son. Al menos, con los libros que leo recupero, por unos instantes, la esperanza en el ser humano, compruebo que, a pesar del infierno, existen seres capaces aún de crear belleza. Libros elegidos con cuidado y alejados de la reluciente mentira de los escaparates de la mayoría de las librerías; sobre todo, libros comprados en librerías de segunda mano o en mercadillos de intercambio porque, como me decían algunos profesores en la universidad, ahí es donde se pueden encontrar tesoros a bajo precio. 

Enriquecer el alma en tiempos de bestialidad e ignorancia es la mejor defensa contra quienes participan del asesinato contra la humanidad que es la vida en la actualidad; protegerse contra los balbuceos —no se puede decir que eso que articulan sea lenguaje— o los gritos o la agresividad o la muerte cerebral de los normales es un deber para este exiliado de la muchedumbre. Soy consciente de que en este protegerme puedo quedar atrapado o aislado en un mundo ajeno a la normalidad pero a cambio aún sabré de los árboles, de los pájaros o del azul que sobre nuestras cabezas insiste en permanecer; sabré sobre otras personas que esparcieron su alma sobre papel y de esos mundos que crearon o me elevaré de tal modo que terminaré por diluirme entre el aire. Sin embargo, es preferible a la barbarie de la división del trabajo, de la jaula de hierro o de los charlatanes hechos a sí mismos; preferible, también, a quienes se burlan de las almas sensibles, nobles o libres, a quienes solo pasan por la vida porque alguien los hizo nacer. 

No tengo miedo a seguir este camino porque sé que lo que me sucederá no será peor que la pantomima de estos que desconocen el porqué de su actuar, salvo el triste y humillante: siempre ha sido así. Por ahora, resisto a los envites de este aire pútrido…

TAN LLENO DE VIDA

Me siento morir en esta miserable rutina de vacas. 

Y es la rabia la que me despierta por las noches, 

la que despelleja cada una de las ilusiones o los sueños que mi alma alberga. 

Descabezados, descerebrados, tullidos, lisiados, con la mente torcida 

se presentan como visiones horrendas que se deslizan por la calle. 

Es horrible este país, es mezquino este lugar donde aprendemos a odiar al prójimo. 

Y luego el dolor en el pecho, la presión en la garganta, 

el dolor en las extremidades y la pesadez del cuerpo 

que se siente atrapado por la mano invisible de culpas ajenas 

que transportan los deshilachados seres hispánicos 

sobre sus hombros llenos de resentimiento, envidia y mezquindad. 

La muchedumbre es la pústula que se expande por la tierra, 

y apesta cuanto toca con sus dedos manchados de delitos. 

Y la vida quiere escaparse por las costuras de mi cuerpo, 

la vida quiebra la piel y quiere expandirse por decenas de hojas 

que mueren en el intento de alejarme de esta ciudad crematorio de almas nobles.

Y la vida me llama, y me muestra el camino, 

pero, al instante, se ríen los desdentados apóstoles de la normalidad, 

de la mirada retadora como si fueran ñues, alimañas sedientas de nobleza 

porque mucho deben justificar su falta de compromiso con la vida, 

porque mucho deben justificar el asco que siente por su vida, 

donde escupen cada día su veneno de serpientes sin colmillos. 

Y la vida, ahí fuera, no es vida, ni siquiera es muerte 

porque no tienen la honradez suficiente como para apartarse de la vida 

y dejar que brote en las almas nobles porque ellos son los derrotados, 

ellos son los traidores de su clase, 

aunque se los proteja con esa bobalicona mojigatería de beatos de salón. 

Y solo esperan que alguien se equivoque para lanzar el dedo acusador 

y la carcajada bovina y gregaria, la baba pestilente 

que se desliza por la comisura de sus labios derrotados. 

Y tan lleno de vida, me digo, 

tan lleno que me siento morir entre este rebaño de reses impertinentes, 

que me siento morir para seguir lleno de vida que nunca podrán derrotar 

porque soy el aire que el día de sus  muertes volará sobre sus calaveras 

para recordarles que fueron vencidos por aquel que nunca pudieron envenenar

de tan lleno, tan lleno de vida como estaba. 

Por el pueblo camina un hombre que algunos creerán que está ido. A cada persona que pasa le da los buenos días, habla solo o con las palomas o los perros. Su aspecto es un poco deshilachado, camina algo trastabillado y su voz tiene ese poso de las personas idas. Se sienta en la parada del autobús, aunque no espera ninguno. Solo se sienta y habla solo o da los buenos días a quienes sí esperan. Algunos le contestan, aunque la mayoría lo ignoran. Sé que a él le da lo mismos: no está en este mundo, hace tiempo que su mente le protegió y decidió marcharse a otra realidad. Desde el balcón lo observo sentado en uno de los bancos. Mira las palomas, les cuenta historias y lanza alguna miga de pan o trozo de galleta. Aquellos que aún conservan algo de humanidad le miran, los más pasan con los ojos en la normalidad de las pantallas. Él sigue a lo suyo, y poco le importa lo que los demás piensen. 

A veces, lo acompaña otro hombre que podríamos decir que también está ido. Este repite una y otra vez las desgracias que ha sufrido, los daños causados por otras personas y ambos hablan en paralelo. Observo y escucho lo que dicen, y siento que ellos no son los que están idos, por mucho que los secuaces de la normalidad se emperren en decir lo contrario. Ellos no están idos, simplemente se han ido de este mundo, de esta mente podrida de mirada a lo liso y pulido, a lo superfluo, y pienso que hay muchas maneras de huir de la realidad y que, tal vez, la elegida —si a su estado se le puede llamar elección— por ellos es la más digna. Un buen día, después de soportar la realidad etérea, las decepciones o, ¿quién sabe?, las frustraciones, la cabeza de uno decide protegerle y girarse por completo. Adiós compañeros de viaje, nunca más me causaréis daño, ya no estoy entre vosotros y en mi irme seré lo más feliz posible. Obviamente, idealizar de ese modo lo que el común de los mortales llama locura, tampoco hace un favor a nadie. Sin embargo, no me parece que sea una mala opción que a uno se le gire la almendra para dejar, en parte, el mundo agresivo, sucio y maleducado en el que existimos. No me parece una mala idea para dejar de oír el rumor de los rumiantes que se deslizan por la calle o el ruido de las bestias de los vecinos que gritan por el patio de luces o por la escalera o golpean las paredes de su casa como animales enjaulados y desesperados. Quizá la mente de este hombre que algunas pensarán que está ido y de su compañero sean más honradas que las del resto, ¿quién sabe? 

En ocasiones, sobre todo cuando uno se siente bajo de ánimos y le aburre la excesiva positividad con la que quieren esclavizarnos, siento que mejor sería que se me girase la almendra, que mi mente tuviera ese punto de lucidez necesario para irse y protegerme de las decenas de monstruos o aberraciones que pululan por la calle, de los rinocerontes o los elefantes que pisotean a los demás en los medios de transporte público, de las cotorras o las hienas impertinentes que creen que nos importan sus conversaciones telefónicas o de los orangutanes estridentes que no saben más que comunicarse mediante berridos o gruñidos. Salvarme, mi mente digo, de la podredumbre que significa la muerte de las ideas un tanto elevadas, de la educación o la amabilidad, y de tanta vulgaridad, necedad o personas soeces. Pero ese es el mundo que, por ahora, tenemos entre las manos; el mundo que ya sea activa o pasivamente hemos creado entre todos y me digo que esta consciencia, sensibilidad o cordura —siempre hablando desde el punto de vista de alguien que no ha sido catalogado por algún diseccionador de la mente— son lo que he querido y que, por tanto, debo seguir por este camino aunque, en ocasiones, sea algo doloroso o tedioso. 

Ese hombre volverá mañana a la misma parada de autobús, y este que escribe volverá a oírle darle los buenos días a quienes ahí se acerquen. Él seguirá a lo suyo quién sabe a cuántos kilómetros de nuestra realidad, y yo seguiré a lo mío, sosteniendo el edificio que es un alma y pensando en posibles historias que llevarme a las letras. Son caminos distintos, aunque en ocasiones no lo vea de ese modo porque algo no debe ir muy bien en alguien que se dedica a escribir. Eso ya son elucubraciones mías y poco tienen que ver con la realidad. Lo importante es que mañana habrá alguien que me dará los buenos días sin pedir nada a cambio. 

LA VIDA PASA POR MI VENTANA

“La vida pasa a través de mi ventana”, dice León Felipe en el poema ¡Qué lástima! También pasa la vida por la ventana de la habitación, desde la mesa donde escribo y sigo creando textos, a pesar de que por estas latitudes el oficio de escritor está un tanto devaluado. Pasan personas desconocidas por delante de la administración de lotería que justo queda en mi ángulo de visión, pasan coches y pasa el autobús de línea municipal. Incluso pasa el tiempo por delante de esta ventana; un tiempo con el que no me peleo porque ya no es necesario combatir con molinos de viento, y no porque me sienta derrotado, sino porque, quizá, con el tiempo me he vuelto un poco más inteligente, solo un poco tampoco creamos que… Por esta ventana también pasa mi compañera cada mañana cuando se va a trabajar, y levanta la mano y nos decimos que nos queremos. Cosas, quizá, un tanto simples para los tiempos de la complejidad, o cosas un tanto insulsas para quienes acumulan experiencias y son adictos a los cambios, a los terremotos, a los huracanes emocionales. Esos son los tiempos en los que vivimos, y a pesar de que vaya un tanto a contracorriente me gusta mirar por esta ventana y ver cómo pasan las personas y la vida, sin tener la sensación de que la estoy perdiendo, la vida digo, porque las personas siempre se pierden, tarde o temprano desaparecen de nuestras existencias, y mejor que sea así, porque de ese modo uno tiene la sensación de que no se ha quedado en la adolescencia, como parece que se han quedado muchos que exhiben fotografías en las redes sociales de pasados que ya no volverán por mucho vino o tapas o risas obsoletas pinten en sus fotografías. 

Desconozco si los seres humanos evolucionamos, sin embargo, sí que cambiamos como los escenarios de nuestra existencia. Para algunos, como digo, parece que no cambian, que se emperran en quedarse en los mismos lugares, haciendo las mismas actividades, con las mismas quejas y con la misma amargura que no quieren reconocer. Pero allá ellos, que hagan lo que quieran. Por mi parte, me preparo para enfrentarme a un monstruo terrible: una novela que revolotea por mi mente desde hace meses. Quizá por ello miro por la ventana, no para encontrar inspiración o, al menos, no la inspiración entendida como un rayo que te atraviesa o una mano te da la palabra precisa, no soy de esos que creen en seres metafísicos, aunque sea lector de metafísica. Sino que miro por esta ventana aprendiendo como si la vida fuera un libro, como hago con los libros que leo y luego pienso. Creo que sentirse vivo es uno de los principios para escribir, otros podrían ser leer, pensar esas lecturas, investigar la existencia, bucear por las calles con los oídos y los ojos bien abiertos y dejarse llenar por aquello que se oye o se ve. En ocasiones, con la mente en blanco o todo lo en blanco que puedo tenerla, camino escuchando lo que sucede a mi alrededor: un coche que pasa rápido, un impertinente patinete —aunque el impertinente suele ser quien va sobre él montado—, un perro que se cruza en mi camino, personas mayores con muletas o con conversaciones sobre medicamentos, política o el pesado de su vecino, las nubes y el cielo que siguen ahí aunque nos emperremos en ignorarlos. Cosas, en apariencia, sin importancia, pero que ya no son solo material, sino también me dan vida, ganas de seguir escribiendo, de seguir adelante con esta manía de crear historias ya sean en prosa o en verso, de pensar lo que sucede en nuestro entorno. Ha sido así desde hace mucho tiempo y, aunque en ocasiones la desidia o la frustración me azoten, seguirá siendo así hasta el último de mis días en la tierra o esa es la intención. 

Desde que he vuelto a dedicarle tiempo a la escritura, las manos vuelven a dolerme, esa es una buena señal aunque pueda parecer lo contrario. Es un dolor agradable, no porque sea un sádico, sino porque que he vuelto a mi esencia, que la tenía un tanto desdibujada en los últimos meses. Meses que han sido de lectura más que de escritura y en los que he aprendido que uno debe alejarse de las voces impertinentes, de ciertas redes sociales, de cierto tipo de seres humanos y seguir su camino, sea cual sea. Sigo siendo un caminante, aunque ahora esté mirando por la ventana de la habitación como la vida pasa. Sigo siendo un caminante con los oídos y los ojos abiertos, y que analiza porque, como decía Yukio Mishima, tengo necesidad de saber quién soy, de conocerme, y por eso escribo. No hay intención más pura en los textos que esa, no hay dobleces, no hay famas. Cosa diferente es que alguno de los textos que envío a editoriales llegue a publicarse, pero ese no es el motivo principal. Sino que escribo, como digo, para conocerme y, de paso, conocer al resto de seres que caminan por este entono urbano porque tampoco soy diferente al resto, y conocerse a uno mismo es conocer a los demás. 

En cierto modo es así, seguro que habrá quienes piensen lo contrario, y también debe ser así mientras sus argumentos sean sólidos. La vida de un escritor puede ser bastante miserable, en el sentido de que puede perderse todas esas experiencias de las que hablaba hace un momento, y que el sistema infantilizador en el que vivimos tiende a ponernos delante y a decirnos que si no nos lanzamos a ellas estaremos perdiendo la vida. Pero perder la vida es pasar por ella con prisa, con ansiedad, con voracidad y no saborear lo simple y, en apariencia, soso de mirar a través de una ventana ver la vida pasar. Sin embargo, ese es el mundo que tenemos, y estos meses de lecturas, de cierta calma han hecho que vea que no es importante la experiencia en sí, sino la identidad que ella imprime en nosotros y que dejamos escapar cuando corremos de una a otra. Demorarse en el pensamiento de tales experiencias es esencial para no quedarnos en seres vacíos, amontonadores de instantes con los que no sabemos qué hacer. 

Las personas, los perros, los coches y el autobús de línea siguen pasando, y en lo alto de un edificio de una ciudad más allá de la periferia sigo escribiendo. Pronto me lanzaré a la calle y caminaré para seguir recopilando señales de vida, y poder escribir esa novela que lleva meses revoloteando en mi interior y que, sin ansiedad, es urgente que salga porque después de esta deben llegar otras que ya intuyo. Esa es la vida del escritor porque, aunque algunos no lo crean así —me baso en lo que veo en las redes sociales y en los lanzamientos de las editoriales— los escritores buscan señales de vida, las piensan y luego escriben.