Qué bonito sería poder leer un libro con tranquilidad en un ferrocarril,
en un tren, un autobús sin tener que soportar las conversaciones intrascendentes,
y a gritos, de los demás, sin tener que escuchar música que uno no ha pedido
o compartir el espacio con cachivaches que no dejan de hacer ruido
y atontar a quienes les pertenecen.
Qué bonito sería poder hacer algo tan subversivo como leer un libro
sin tener que soportar codazos, seres invasivos,
seres que no ven a nadie porque solo existen ellos,
porque viven en una burbuja de imágenes, sonidos e imperativos de hacer,
porque no saben estar quietos, porque confunden el silencio con la muerte.
Qué bonito sería no tener que cerrar las ventanas para no escuchar
a los descerebrados o desquiciados o dementes que pasan bajo la ventana de uno,
para no tener que escuchar coches que no saben a dónde se dirigen,
o vecinos que no se soportan y gritan y tienen niños o televisores que gritan,
porque no saben más que del ruido y de la hipérbole,
porque viven en un drama que nadie les compra.
Qué bonito sería poder caminar por la calle sin que tener que driblar tullidos, alelados o enfermos
que no miran hacia delante,
sin tener que esquivar patinetes o bicicletas, sin tener que asfixiarse de tanta caterva bovina.
Qué bonito sería sentarse en un parque y escuchar los pájaros, el aire entre las ramas de los árboles
o descubrir si aún quedan ardillas,
y no tener que soportar altavoces, balbuceos que llaman idioma, jubilados cotillas o adolescentes que no están en la vida,
y poder mirar al cielo y descubrir que el azul aún sigue sobre nosotros, que esos edificios no son de verdad,
sino el decorado de una representación absurda que la muchedumbre se ha creído,
porque la tiranía de los más, de los normales,
de los justos ciudadanos que se llaman a sí mismos cívicos,
es una pamplina, un timo, hipocresía para principiantes.
Qué bonito sería que de golpe y porrazo se cayeran todas las comunicaciones móviles, inmóviles o inalámbricas,
y que la muchedumbre entrara en pánico, que no supieran que hacer con la voz que brotaría de su cabeza
y que les diría: ahora vas a escucharme porque no hay pastillas, ni móviles, ni ruido que pueda callarme.
Qué bonito sería que los normales se dieran cuenta de que tiene manos, piernas, cuerpo y alma,
que no se puede huir de la muerte por mucho que la pinten con colores, o inventen sabores sintéticos o excusas cibernéticas para creerse inmortales.
Qué bonito sería que de un golpe de conciencia cayeran en la cuenta de que no hay más cuentas,
de que solo son cuentos, como decía el poeta,
que solo son muchedumbre impostora, tiránica, invasora de la vida.
Qué bonito sería, digo, leer un libro en un ferrocarril y que todos estuvieran callados.