¡QUÉ BONITO…!

Qué bonito sería poder leer un libro con tranquilidad en un ferrocarril, 

en un tren, un autobús sin tener que soportar las conversaciones intrascendentes, 

y a gritos, de los demás, sin tener que escuchar música que uno no ha pedido 

o compartir el espacio con cachivaches que no dejan de hacer ruido 

y atontar a quienes les pertenecen. 

Qué bonito sería poder hacer algo tan subversivo como leer un libro 

sin tener que soportar codazos, seres invasivos, 

seres que no ven a nadie porque solo existen ellos, 

porque viven en una burbuja de imágenes, sonidos e imperativos de hacer, 

porque no saben estar quietos, porque confunden el silencio con la muerte. 

Qué bonito sería no tener que cerrar las ventanas para no escuchar 

a los descerebrados o desquiciados o dementes que pasan bajo la ventana de uno, 

para no tener que escuchar coches que no saben a dónde se dirigen, 

o vecinos que no se soportan y gritan y tienen niños o televisores que gritan, 

porque no saben más que del ruido y de la hipérbole, 

porque viven en un drama que nadie les compra. 

Qué bonito sería poder caminar por la calle sin que tener que driblar tullidos, alelados o enfermos 

que no miran hacia delante, 

sin tener que esquivar patinetes o bicicletas, sin tener que asfixiarse de tanta caterva bovina. 

Qué bonito sería sentarse en un parque y escuchar los pájaros, el aire entre las ramas de los árboles 

o descubrir si aún quedan ardillas, 

y no tener que soportar altavoces, balbuceos que llaman idioma, jubilados cotillas o adolescentes que no están en la vida, 

y poder mirar al cielo y descubrir que el azul aún sigue sobre nosotros, que esos edificios no son de verdad, 

sino el decorado de una representación absurda que la muchedumbre se ha creído, 

porque la tiranía de los más, de los normales, 

de los justos ciudadanos que se llaman a sí mismos cívicos, 

es una pamplina, un timo, hipocresía para principiantes. 

Qué bonito sería que de golpe y porrazo se cayeran todas las comunicaciones móviles, inmóviles o inalámbricas, 

y que la muchedumbre entrara en pánico, que no supieran que hacer con la voz que brotaría de su cabeza 

y que les diría: ahora vas a escucharme porque no hay pastillas, ni móviles, ni ruido que pueda callarme. 

Qué bonito sería que los normales se dieran cuenta de que tiene manos, piernas, cuerpo y alma, 

que no se puede huir de la muerte por mucho que la pinten con colores, o inventen sabores sintéticos o excusas cibernéticas para creerse inmortales. 

Qué bonito sería que de un golpe de conciencia cayeran en la cuenta de que no hay más cuentas, 

de que solo son cuentos, como decía el poeta, 

que solo son muchedumbre impostora, tiránica, invasora de la vida. 

Qué bonito sería, digo, leer un libro en un ferrocarril y que todos estuvieran callados. 

PENSAMIENTOS FUGACES DE UN EXILIADO INTERIOR

Resulta difícil para el alma sensible vivir en este pueblo repleto de bestias. Es una fealdad agresiva la de este lugar donde cuesta no estremecerse de pavor al cruzarse con sus habitantes. Un alma sensible solo puede sentirse como una suerte de exiliada aquí. Con nadie pude sentirse identificado y lógico resulta que se prefiera la soledad a las malas compañías. En mi caso, como he dicho en algunas ocasiones, es una suerte la existencia de los libros o la escritura o la música o las conversaciones con mi compañera. Son regalos, entre este mundo desquiciado, que aprecio y cuido, y que protegen la poca cordura que me queda porque aquí uno puede enloquecer si escucha o hace excesivo caso a los engendros —consecuencia del capitalismo, la desmemoria o la avaricia— que arrastran su mísera existencia por las dejadas y sucias calles de este pueblo. 

Uno puede sentirse derrotado o engañado por la vida si no se mantiene ajeno y alejado, si no aprende a protegerse de la maldad y mezquindad congénita de los alelados habitantes disfrazados de miserables y que humillan a su prole con orejas de animales o con vestidos estridentes o ataviados con artilugios que sirven para tenerlos entretenidos y que no molesten mientras, entre sus amigotes, despellejan a algún incauto o se creen politólogos o miran y manosean sus tecnologías esclavizados mientras ríen a mandíbula batiente de algún chiste o broma de mal gusto. 

Por mi parte, prefiero refugiar mi mirada entre las ramas de los árboles por si aún queda algún pájaro o en las páginas que leo o escribo; prefiero el exilio interior, aunque no crea todas las mentiras que me cuento, antes que observar o escuchar durante mucho tiempo a los muertos del pueblo. ¡Son una suerte los libros!, me digo mientras pasan delante de la terraza donde escribo como la procesión de derrotados por la costumbre de preferir la ignorancia que son. Al menos, con los libros que leo recupero, por unos instantes, la esperanza en el ser humano, compruebo que, a pesar del infierno, existen seres capaces aún de crear belleza. Libros elegidos con cuidado y alejados de la reluciente mentira de los escaparates de la mayoría de las librerías; sobre todo, libros comprados en librerías de segunda mano o en mercadillos de intercambio porque, como me decían algunos profesores en la universidad, ahí es donde se pueden encontrar tesoros a bajo precio. 

Enriquecer el alma en tiempos de bestialidad e ignorancia es la mejor defensa contra quienes participan del asesinato contra la humanidad que es la vida en la actualidad; protegerse contra los balbuceos —no se puede decir que eso que articulan sea lenguaje— o los gritos o la agresividad o la muerte cerebral de los normales es un deber para este exiliado de la muchedumbre. Soy consciente de que en este protegerme puedo quedar atrapado o aislado en un mundo ajeno a la normalidad pero a cambio aún sabré de los árboles, de los pájaros o del azul que sobre nuestras cabezas insiste en permanecer; sabré sobre otras personas que esparcieron su alma sobre papel y de esos mundos que crearon o me elevaré de tal modo que terminaré por diluirme entre el aire. Sin embargo, es preferible a la barbarie de la división del trabajo, de la jaula de hierro o de los charlatanes hechos a sí mismos; preferible, también, a quienes se burlan de las almas sensibles, nobles o libres, a quienes solo pasan por la vida porque alguien los hizo nacer. 

No tengo miedo a seguir este camino porque sé que lo que me sucederá no será peor que la pantomima de estos que desconocen el porqué de su actuar, salvo el triste y humillante: siempre ha sido así. Por ahora, resisto a los envites de este aire pútrido…