Con la mirada entre las páginas de un libro —Tala de Thomas Bernhard—, me abstraigo de la fealdad de la existencia a primera hora de la mañana. En el autobús que me lleva al trabajo, sus ocupantes saturan sus mentes de ruido. Ruido que sale de sus pantallas, ruido que confunden con conversaciones donde el tema es la queja sin propuesta, verter porquería sobre personas que no están ahí o en la lágrima de quien no está de acuerdo con su situación pero no hará nada para cambiar ni un ápice de su existencia. Y no cambiarán porque piensen que no vale la pena, sino porque están mejor en esa posición “débil”, que les permites llorar como cocodrilos mendicantes de compasión. Tras de mí —también a los lados— alguien ve vídeos estridentes de necedades sin ser consciente de que hay más personas en el autobús o pensando que son como él —seres a quienes les da miedo el silencio. Mientras avanzo en el trayecto, soy consciente de que la existencia se ha vuelto vulgar —fea—, que quienes me acompañan son seres derrotados por la vida y que, aunque Albert Camus pensara lo contrario, la pregunta más importante, la única filosófica, no es pensar si la vida vale o no la pena de ser vivida, sino vivir aunque sea de la manera más miserable posible.
Hace tiempo que busco belleza en aquello que la mayoría denosta y ridiculiza, porque la mayoría es algo que me repele. Basta que algo se vuelva popular para ver cómo se degrada y deja de ser bello. Un ejemplo bien claro es la poesía y la literatura. Y pienso que, en el fondo, ya me parece bien que la mayoría de este país no lea, porque lo volverían algo abyecto y miserable, cosa que ha pasado con el género policíaco o la novela negra. Quizá por ello, me gustan las novelas como la que estoy leyendo en este trayecto monótono. Novelas donde una voz reflexiona desgrana la sociedad o la realidad y dice sin tapujos aquello que quienes no adoramos las masas pensamos y sentimos: la masa es un error. Las multitudes —la muchedumbre como las llama Ortega y Gasset en La rebelión de las masas— se apropian de aquello que no saben, solo por ese tic supuestamente democrático de que todo el mundo es libre de hacer lo que quiera, aunque se debería añadir, siempre que sepan qué están haciendo; desconociendo que esa actitud es tiránica y antidemocrática, aunque esto lo dejaremos para los politólogos o los sociólogos.
Soy consciente de que ir contra la corriente general no es algo que deba hacerse si uno no quiere terminar como un salmón cuando remonta el río, pero mi alma no puede resistirse a ello. Observo a las personas que están a mi alrededor y su actitud pusilánime y vasalla me rebela. Su repetitiva queja vacía, sus caras de defraudadores de la existencia. Eso no quiere decir que no entienda lo cansado que resulta ir a trabajar cada día a horas intempestivas. Sin embargo, pienso que algo más se puede hacer, que, en el fondo, ya les parece bien su posición dentro de la normalidad porque su cansancio no es físico, sino moral. Ser masa es cansado. Estar vacío es agotador. Siento como a mi alrededor hay desiertos humanos, seres yermos. Incluso diría desierto individuales o egoístas porque cada uno se encarga de su parcela de podredumbre, sin importarles el sufrimiento ajeno o importándoles solo para regocijarse y soltar su socarrona sonrisa de miserable que disfrutan sabiendo que hay otros miserables como ellos. Esa actitud equivale a la frustración que nadie reconocerá, a la envidia —porque se saben inferiores a lo envidiado— de quien vive una existencia tranquila y virtuosa o eso intenta dentro de esta jaula de grillo locos, de descerebrados lagartos que se tuestan al sol porque es lo que toca, de impertinentes buenos ciudadanos que lanzan a sus cachorros contra quienes buscan la paz.
Dicen que estamos en una época de involución, y no pueden estar más equivocados quienes dicen eso. Esta es la evolución, damas y caballeros, esta es la evolución después de dejar que nos mataran la fe en el corazón de los hombres —¡pobre Nietzsche que, aunque parezca lo contrario, odiaba tener razón!—; esta es la consecuencia lógica de dejarnos ser vagos, etéreos, gracias a la tecnología que nos sirve cualquier necesidad inventada en bandeja. La época de la masa que se jacta de ignorante, de servicial y lacaya; la masa que se lanza sobre la ruinas de su podredumbre y fingen sonrisas amplias y llenas de pareceres solo para que no se descubra la verdad: es agotador ser tan mediocre. Sin embargo, no hay visos de que la situación vaya a revertirse porque la industria de la tontuna sigue produciendo sin parar y cada vez cosas —¿acaso alguien duda de que aspiramos a ser cosas?— absurdas y delirantes que conllevarán actitudes igual de absurdas y delirantes, sin que por ello nadie sienta rubor o vergüenza.
Bajo del autobús con la certeza de que las palabras de Thomas Bernhard no pueden ser más ciertas. Hemos convertido nuestra existencia en un parecer, y la vida, en un rincón de ese autobús, se estremece de dolor, llora, porque sabe que nadie la respetará, que cada uno de los seres que caminan por la calle o pacen en los medios de transporte o se atiborran en las terrazas o invaden las playas han dejado de amarla para fingir que viven. ¿Algo se podrá hacer?, le pregunto mientras camino hacia el despacho donde pasaré casi el resto del día. Busca la belleza ahí donde estuvo siempre, más allá de quienes respiran por inercia, ahí la encontrarás y me encontrarás. El resto sigue caminando sin darse cuenta de que han sido derrotados por su desidia. La fealdad del mundo los ha devorado y contemplan, como dijo Walter Benjamin, su destrucción como si fuera un espectáculo, ahora con la mirada fija en sus espejos móviles.