Cuesta seguir viviendo cuando la existencia se torna ruido, 

y se comparte con bestias consentidas y criminales. 

Y dirán mis vecinos:

—sí, siempre parecía triste.

—sí, siempre caminaba con una libreta y un libro. 

—sí, lo vimos llorar mientras escribía. 

Ese gris transeúnte no soy yo solamente,

somos los que sufrimos subcutanemente 

y que, a pesar de la intemperie urbana, 

no nos arrepentimos de seguir viviendo, 

por mucha soledad sucia que llueva, 

por mucho perro ladrando entre barrotes, 

seguimos caminando

para encontrar un lugar donde escribir

sobre la machacona cantinela 

de quienes se hacen llamar víctimas

con el estómago lleno y los privilegios intactos. 

Porque, eso ya lo sabías desde que naciste, 

aquí se compite por ser el campeón de la miseria,

          de la enfermedad, 

          de la desgracia. 

Porque tú nada sabes de la vida, 

porque tú solo escribes y caminas, 

porque tú…

Y así, los otros son los mártires,

      los abnegados ciudadanos, 

      los productores, 

      los enriquecedores de tiranos. 

Y tú solo pareces triste, 

caminas en silencio con la mirada atenta

y oyes la sinfonía de la frustración, 

    del tedio, 

    del hastío 

de quienes hacen cola en la administración de lotería

esperando que la suerte les sonría

con sus dientes podridos, 

con su vergonzante andador

como los mendigos que antes iban a la Iglesia,

y rascar una moneda de la mala conciencia del ricachón de turno;

hacen cola, también, en la sucursal del banco

y rezan para que todos paguen

—no sea que alguno se rebele y quede en evidencia el miedo—

para que los señores del aire

sigan ahogándonos con sus manos invisibles

—¡pobre Adam Smith y su metáfora!—

Y sintamos que seguir viviendo no es una decisión

sino una obligación pagada en cómodos plazos.