El tiempo lento de la poesía me guía por la página y el día

sosteniendo la ansiedad de gritar en el desierto

de asfalto y ruidosos muertos que cometen un asesinato

cada vez que un niño llora tiránico

cada vez que engullen envidia y aceitunas

protegidos por sus reflejos

cada vez que callan cuando los titiriteros

endurecen los hilos invisibles 

de sus muñecas, sus tobillos o su cuello. 

El poema me dice que no corra 

porque conozco la verdad

porque la he visto y la he sentido 

en cada vagón transportando ensimismados ciudadanos

cuya muerte en vida ignoran. 

La he visto también en escenarios de miserias

donde personajes grotescos

jugaban a los poetas como los niños de mi escuela

jugaban a violar en la hora del patio

porque aquello era lo que hacían los hombres. 

He visto la muerte paulatina de la nobleza

cada vez que alguna tecnología absurda

hacía creer que el arte era cosa de todos 

o cuando los padres arrebatan

los juegos, la inmadurez y la ropa estridente a sus hijos

porque en este pueblo, parece, para que te respeten 

uno debe beberse el entendimiento

y decrecer en su cronología

para conseguir convertirse en feto dependiente 

de los tecnócratas del estado precario

y que nunca quiso llegar a la mayoría de edad

que es España. 

Con todo, la poesía a fuego lento,

aristócrata en el cuidado de las palabras

que intento edificar con las carencias

de un disidente de la masa, 

me dice que no me precipite al mismo vacío

de quienes, enfermos de espejos como Narciso, 

tienen prisa por ser comprados 

por editoriales que cuantifican el talento 

a peso de seguidores

como los usureros que envilecen el oro. 

Solo así, con paciencia y siendo conocedor 

de que nací derrotado por la moda, 

podré tener la certeza

de que cada letra fue escrita

con intención de poesía

y no con psicosis de mercadería.